El café, ese líquido elemento que nos ha vuelto adictos. De
sabor amargo al que es necesario acostumbrarse. Nada funciona por las mañanas
sin que haga acto de presencia. Como la
chispa que hace arrancar el motor y aleja la pereza de mentes y cuerpos aún
aletargados.
Dispensado en lugares que han ido evolucionando desde el bar
de la esquina a la sala de “vending”, pasando por la máquina de café colectiva. De esas que
patrocina un famoso actor cuarentón.
Últimamente están de moda esos sitios
carísimos donde el café tiene apellidos y uno se lo lleva puesto para lucir, camino
del trabajo, que compra café de marca. Pero no es este el auténtico café. Es un
café individual que se succiona en lugar de beberse. Que se oculta tras una tapa de plástico impidiendo el acceso a porra o galleta alguna. Carece de propiedades
humanas.
¡Cuántos amigos hemos hecho en esos pequeños ratos de café! Bien sea
en contenedor de loza o papel, este
oscuro amigo nos ha acompañado a celebrar éxitos, a dar rienda suelta a
nuestras frustraciones o desplegar nuestras aspiraciones. También como píldora
conciliadora, volviendo a unir a dos colegas tras una disputa del día a día.
Hasta tal punto ha llegado que vamos a tomar café incluso
cuando vamos a tomar otra cosa. Pero también el café se cansa y, al final de la
jornada, deja su puesto a la cerveza para relevarle en sus funciones. No importa.
Mañana volveremos a recurrir a él, que fiel nos esperará donde siempre.
Imagén cortesía de niamwhan
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